Sobre los que se han ido, para los que se quieren ir

EL CAMINO DEL HÉROE: Los cinco capítulos que componen la travesía del emigrante

Antía Asperez

«Debemos estar dispuestos a dejar atrás la vida que hemos planeado para recibir la vida que nos espera»

– Joseph Campbell

En 1949, el mitógrafo Joseph Campbell desentrañó una verdad que atraviesa tiempo y espacio. En su libro El héroe de las mil caras, explicó que las grandes historias siguen un mismo hilo esencial. Un héroe abandona su mundo ordinario y se aventura en lo desconocido; enfrenta desafíos, tropieza con fuerzas poderosas y, al final, conquista una victoria que transforma su existencia. Solo entonces regresa, trayendo consigo un don para los suyos.

El emigrante, en cierto modo, es también ese héroe. Como en los relatos que pueblan el imaginario colectivo, quien decide dejar atrás su país lo hace para escribir su propia odisea. Se forja en la distancia, atraviesa pruebas y crece a base de aprendizajes. Cada historia tiene un nombre propio, un rostro y un destino distinto. Pero todas comparten la misma esencia: los héroes que se van nunca regresan siendo los mismos.

No obstante, el emigrante no solo se enfrenta a desafíos externos. También libra una batalla contra sí mismo. Y es que lo que más pesa en esta travesía no es el equipaje, sino las emociones. ¿Qué empuja a alguien a dejarlo todo atrás? Por suerte, la riqueza del lenguaje reside en su capacidad infinita de nombrar lo innombrable. En su viaje, el emigrante no solo recorre nuevos territorios, sino que también conoce nuevos idiomas. Y en estos, quizá halle la palabra que transforme sus sentimientos en algo comprensible.

Porque a veces, más importante que descifrar el laberinto de trámites necesarios para emigrar, es entender las sensaciones que acompañan al héroe en cada capítulo de su historia.

I. La llamada a la aventura

Tomar la decisión de emigrar

El primer capítulo del periplo del héroe no consiste en hacer las maletas. Tampoco en tramitar el visado o comprar el billete de avión. El punto de partida es tomar la decisión de emigrar. Algunos lo tienen claro, mientras que otros se embarcan en la aventura sin estar completamente seguros. En el fondo, es una moneda lanzada al aire.

Puede salir bien o mal. Cara o cruz. Entonces, ¿qué impulsa a alguien a dejar atrás su hogar y enfrentarse a lo desconocido? En alemán existe una palabra que expresa este anhelo: fernweh. Literalmente, podría traducirse como «pasión por viajar», pero su sentido va más allá del simple afán de hacer turismo. Este término está formado

por fern, que se refiere a lo lejano, y weh, que significa dolor o pena. Manifiesta la nostalgia de lo que todavía no se ha vivido, el apetito insaciable por descubrir lugares desconocidos. Es la inquietud, casi irracional, que experimentan quienes sienten que su hogar puede estar en cualquier parte del mundo. O quizá en ninguna.

II. El cruce del umbral

El momento de irse

Entre el instante en que el emigrante toma la decisión y el momento de despedirse del país de origen, se despliega un universo de pasos intermedios. Reunir la documentación, completar trámites, hacer las maletas… incluso buscar alojamiento o trabajo con antelación. Todo ello mientras el calendario

avanza rigurosamente hacia el día señalado en el pasaje de ida. Y cuando ese momento llega, un cúmulo de emociones desborda la aparente calma del emigrante. Dudas que se entrelazan con estrés, pero también un deseo incontenible por dar el siguiente paso. Es entonces cuando cobra sentido una palabra

sueca intraducible al español: resfeber. Es el latido acelerado del corazón del héroe justo antes de emprender su aventura. Ese vértigo anticipado que siente al sostener un pasaje hacia lo desconocido, al lanzarse a una nueva vida. Una amalgama de sensaciones que se desvanece tras cruzar el umbral.


III. El mundo desconocido

Llegar a un nuevo país

Quizá la mezcla de dudas y emoción se disipe en el instante de cruzar el umbral, en ese punto de no retorno en el que se traspasa la frontera de un nuevo país. Pero el mundo desconocido no es un refugio. Todo lo contrario; se trata de un territorio que despierta nuevas emociones. La sensación de que el hogar del emigrante está en todas partes se intensifica en este momento. «Estar sin país». Esta es la traducción más

literal de la palabra francesa dépaysement. Es la emoción que viene de la mano de un cambio de aires. Esa desorientación inicial, aunque no siempre negativa, que padece el héroe cuando deja atrás lo familiar y lo cotidiano. Es entonces cuando el emigrante descubre que todo aquello que daba por sentado en España —el bullicio de los bares, las sobremesas que se alargan durante horas, la cercanía de cada conversación—

nunca será igual en otros países. En algunos lugares, la vida es más estructurada y las interacciones son más reservadas. Y precisamente en ese choque de costumbres, el protagonista de la historia comprende que adaptarse no consiste solo en aprender un idioma o encontrar un buen trabajo, sino también en reconstruir su propia idea de hogar en un contexto donde lo cotidiano adquiere nuevos significados.


IV. El reto

Adaptarse a la nueva rutina

Es tras el impacto inicial cuando el héroe comprende que adaptarse a la vida en otro país es una tarea espinosa. Algunos lo logran en cuestión de días; otros, en meses. Pero todos acaban formando una rutina en su nuevo hogar. El psiquiatra Viktor Frankl, en su libro El hombre en busca de sentido, escribió: «Cuando no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos».

Y es que, por difícil que resulte, el ser humano posee una capacidad innata para amoldarse a nuevos entornos. A esta facultad hace alusión una palabra japonesa: 慣れる (nareru). Este verbo se refiere al proceso de acostumbrarse, de volverse familiar con lo desconocido. Su propia etimología revela su complejidad: se compone del kanji 馴 (na), que se relaciona con la domesticidad; y れる (reru),

que evoca un proceso potencial, algo que solo se consigue con el paso del tiempo. Implica necesariamente la transformación y el crecimiento del héroe. El emigrante no solo debe sobrevivir en un nuevo entorno, sino integrarse en él hasta hacerlo propio: su misión consiste en aclimatarse al nuevo trabajo, a la ciudad extraña que poco a poco deja de serlo y al ritmo inusual de una cultura ajena. 



V. El camino de vuelta

Regresar a España

Así como el ser humano tiene la asombrosa capacidad de adaptarse, también posee el don de no olvidar nunca sus raíces. Incluso aquellos héroes que sienten con mayor intensidad el fernweh —ese anhelo irremediable por viajar— llevan consigo el sello de su origen. Sin embargo, no se trata solo de echar de menos la cultura del terraceo, los horarios nocturnos o los sabores de la comida española. Es algo más esencial: el anhelo de la propia tierra, de su

gente, sus costumbres y sus matices inconfundibles. Lo que un día fue motivo de queja se convierte, con la distancia, en un recuerdo entrañable. Por eso, el camino del héroe incluye también un pasaje de regreso. Y es justamente al decidir volver a España cuando el emigrante se encuentra con una palabra que da sentido a esa añoranza de lo conocido: morriña. Este término gallego exterioriza la melancolía provocada por el anhelo de la tierra natal.

Aquellos héroes que un día soñaron con irse lo más lejos posible descubren que aún los une a su tierra un hilo invisible, tan frágil y esencial como el cordón umbilical entre un bebé y su madre. El héroe se va con una maleta llena de objetos personales, pero regresa con una mochila cargada de aprendizajes, errores y experiencias. Vuelve transformado. Sin embargo, se reencuentra con un lugar que sigue esperándolo como si nunca se hubiera ido.



Pero estos cinco capítulos que trazan el camino del héroe solo adquieren su verdadero significado a través de las historias de quienes tienen el coraje de recorrerlo. Son los relatos personales de cada emigrante los que les dan vida. Memorias con nombre y apellido.

Dos casos particulares no bastan para abarcar la inmensidad de emociones y aprendizajes que atraviesan aquellos que deciden dejar su tierra atrás. Sin embargo, sí pueden ofrecer una brújula para orientar a quienes desean emprender esta travesía.


Desde que era pequeño, Carlos Cordero tenía claro que deseaba lanzarse a descubrir el mundo. Natural de Huelva, es de esos viajeros irremediables, de los que sienten intensamente el significado de la palabra alemana fernweh: un anhelo profundo por lo desconocido. A sus 35 años y ya de regreso en su tierra natal, puede presumir de haber vivido en Japón, Suiza, Emiratos Árabes, Reino Unido, Australia y Países Bajos. Su pasión por la arquitectura lo ha llevado de un continente a otro, cultivando tanto su carrera como su experiencia vital.

Su historia comenzó con un salto inesperado. Fue durante su último año de carrera cuando tomó la decisión de hacer un Erasmus. Pero no uno cualquiera. En lugar de optar por los clásicos destinos europeos, decidió ir más lejos. «Elegí Japón porque era un sitio al que nadie de mi facultad había ido», recuerda. Para Carlos, más que un desafío, era una manera de diferenciarse: «Pude irme porque no tenía miedo. A mucha gente, en esa época, le asustaba irse tan lejos». Además, había algo más que una simple ansia de exploración: «La relación de Japón con el diseño arquitectónico es muy buena. Quería avanzar profesionalmente”.

Lo que comenzó como una experiencia de cuatro meses pronto se convirtió en algo más grande. «Solo me quedaban dos asignaturas para acabar la carrera, así que pedí otro cuatrimestre más». Y se lo concedieron. Era una nueva oportunidad, una forma de alargar su estancia en Japón. Allí, con más tiempo libre por delante y una curiosidad insaciable, comenzó a moverse. Gracias a los profesores que había conocido en la universidad, consiguió un trabajo como becario en un estudio de arquitectura en Kioto, donde estuvo seis meses más.

«No tenía ni idea de que iba a quedarme tanto tiempo. Me fui por seis meses y al final me quedé dos años»

– Carlos Cordero

Pero seguía sin ser suficiente. A través de los contactos que había hecho durante su estancia, obtuvo un trabajo en un reconocido estudio de arquitectura en la capital. “Lo fui sacando sobre la marcha. No tenía ni idea de que iba a quedarme tanto tiempo. Me fui por seis meses y al final me quedé dos años”, afirma entre risas.

Para muchos, encontrar trabajo en un país extranjero es el mayor obstáculo. Para Carlos, se convirtió en un estilo de vida. Cuando decidió dejar Japón, la misma dinámica lo llevó a nuevos destinos. «Buscaba empleo antes de irme a los sitios. Cuando quería cambiar de trabajo, lo encontraba y me iba al siguiente país”, explica. No había un plan cerrado, sino una constante capacidad de adaptación a las oportunidades que se presentaban. La crisis económica en España también influyó en su decisión de seguir fuera: «Terminé la carrera en 2014, y la arquitectura en España estaba en un momento complicado. En el extranjero nunca me faltaron ofertas«.

Pero no todos los capítulos de su aventura fueron tan sencillos. El choque cultural fue intenso, sobre todo en Japón. «No tenía ni idea de japonés. Vivía en una zona rural donde casi nadie hablaba inglés. Era analfabeto: no podía leer ni escribir. Iba al supermercado y no sabía distinguir la sal del azúcar», recuerda. Con el tiempo, aprendió a manejarse, aunque admite que el idioma sigue siendo un desafío. “Lo estudio más bien como un hobby. Tengo la capacidad de comunicarme, pero no sé hablar un japonés perfecto”, explica.

En otros países, la barrera idiomática no fue tan grande. «En arquitectura trabajamos en ambientes muy internacionales. En Suiza hablábamos en inglés y japonés. En Australia y en Dubai, en inglés. Básicamente, con el inglés podía comunicarme en casi todas partes», admite.

«Tardas al menos un año en aprender a comportarte públicamente»

– Carlos Cordero

Poco a poco, Carlos fue adaptándose a las distintas culturas. Cada destino fue una lección distinta. «Japón es un país que mucha gente idealiza, pero culturalmente es muy complicado. Tardas al menos un año en aprender a comportarte públicamente, en saber cuáles son las normas, qué es lo que puedes y lo que no puedes hacer», explica. Su experiencia fue distinta en otras paradas de su viaje. El país al que menos le costó adaptarse fue Reino Unido, y es que «Londres estaba lleno de españoles antes del Brexit», aclara. Destaca también la facilidad de integración para los extranjeros en Australia. De hecho, señala que “es un país que está hecho para inmigrantes”. 

Otro aspecto que Carlos subraya de Australia es la cultura del trabajo: “Son gente muy relajada, pero bastante exacta a la hora de trabajar. Tienen un buen balance entre vida y trabajo, disfrutan del tiempo libre”. Este es, a su vez, un elemento al que también le costó más adaptarse en Japón: “Hay una cultura de dedicarle muchísimas horas al trabajo; también de calentar silla, tienes que estar en la oficina y quedarte horas aunque no lo necesites”.

A medida que se iba adaptando a la forma de vida de los distintos países, Carlos iba formando una comunidad de personas que lo acompañaron en cada lugar. «No me juntaba solo con españoles. Hacía amigos sobre todo en el trabajo o con los compañeros de piso», explica. Sus conexiones se expandieron por el mundo: en Australia vivió con una excompañera de trabajo de Japón; en Dubai, por un anuncio de Españoles en la ciudad, encontró a sus compañeros de piso, que con el tiempo se volvieron amigos; en Reino Unido y Países Bajos ya conocía a varios españoles expatriados. “A medida que vas expandiendo tus grupos, empiezas a conocer a gente en todas las ciudades”, afirma.

«Estaba cansado de estar en pisos de alquiler, de estar lejos de mis amigos y mi familia»

– Carlos Cordero

Pero el camino del héroe tiene un billete de vuelta. «Quería establecerme. Estaba un poco cansado de estar en pisos de alquiler, de estar lejos de mis amigos y mi familia», recuerda. También pesó la pérdida de seres queridos: «Mis abuelos ya están más mayores. Mi abuelo falleció hace un par de años y tuve la suerte de estar aquí. Ese era un miedo que tenía, que eso pasara cuando yo estaba lejos”, confiesa Carlos. Hoy, su vida ha cambiado. Tiene su propio piso, sus gatos, su biblioteca y sus amigos. Una estabilidad de la que antes no disfrutaba.

Aunque no descarta volver a hacer las maletas, por ahora Carlos disfruta de su regreso. Con la distancia, ha aprendido a valorar detalles que antes pasaban desapercibidos, especialmente la cercanía de la gente. “Y más siendo andaluz. Aquí la gente es mucho más sociable”, añade. La gastronomía es otro de los tesoros que redescubrió al volver. Aunque en Japón disfrutó de una excelente comida, en otros países la experiencia no fue tan satisfactoria. “El peor fue Holanda. No es solo que la comida fuera mala, sino que ni siquiera había cultura de disfrutarla”, comenta.

Sin embargo, no todo es ideal en su país natal. Carlos también reconoce las carencias del mercado laboral español. “Siempre me ha parecido que España está un poco por detrás en lo que es la calidad de trabajo y el respeto de los derechos laborales”, reflexiona.

«No hay un momento ideal para emigrar. Cualquiera es bueno para empezar»

– Carlos Cordero

A pesar de los altibajos, Carlos lo tiene claro: si pudiera retroceder en el tiempo, volvería a tomar la misma decisión. «Me ha cambiado la vida, me ha hecho crecer como persona», asegura. Y su consejo para quienes dudan en dar el salto es claro: «España siempre estará aquí. Siempre se puede volver. Pero irse te transforma, te cambia el currículum, te cambia la vida, te hace crecer como persona. No hay un momento ideal para emigrar. Cualquiera es bueno para empezar».

Aunque Carlos está convencido de que cada país tiene su encanto, también sabe que la elección del destino es, en última instancia, una cuestión personal. “A mí, que me gustan la estética y la gastronomía, me vino muy bien Japón. Australia, con su buen tiempo y la fiesta, también estuvo muy bien”, reflexiona.

Sin embargo, advierte de que no siempre se acierta. “Suiza tiene unos paisajes muy bonitos y se cobra mucho dinero, pero a mí, que no me importaban tanto esas cosas, fue de los que menos me gustó”, confiesa. Al final, dice, todo se reduce a probar: “Si te gusta, te quedas. Si no, siempre puedes probar en otro lugar”.

Utiliza el mapa interactivo para recorrer el camino del héroe de Carlos ✈️🌍


Estados Unidos y Francia. Dos países que no solo marcaron sus destinos, sino que les ofrecieron un escenario para moldear su propia odisea. En esos dos rincones del mundo transcurrió una parte crucial de la vida de Inés Dorronsoro y Ramón Díaz. Hoy, con 83 y 89 años respectivamente, desde la comodidad de su hogar en Pamplona, rememoran su historia de emigración. Un viaje de aprendizajes y desafíos, un camino del héroe que recorrieron, siempre juntos, mientras criaban a sus diez hijos.

Inés es de Cáseda, un municipio de Navarra. Ramón, por su parte, es originario de San Martín de Trevejo, un pequeño pueblo extremeño. Sin embargo, ambos coincidieron estudiando Medicina en la Universidad de Navarra. Aunque Ramón había comenzado la carrera en Madrid, cuando estaba en cuarto decidió dar un cambio radical. “Oí a unos estudiantes de mi curso decir que en Pamplona había un hospital fabuloso y una facultad muy buena. Y me vine”. Pasó a formar parte de la primera promoción de Medicina de la universidad, compuesta por tan solo 18 estudiantes: 17 hombres y una mujer. 

Entre aquellos rostros nuevos, uno en particular le llamó la atención: el de Inés, una alumna de la quinta promoción. «Él dice que me vio bajar por una escalera y desde entonces pensaba en ‘la chica de la escalera’. Cuando yo estaba en segundo de carrera, empezó a llamarme. Yo ni siquiera sabía quién era», rememora Inés con una sonrisa. «Le pregunté si era nuevo y me dijo: ‘No, soy de séptimo’. Me dejó impactada». Aquel primer encuentro dio comienzo a un destino compartido. Desde entonces, siempre fueron mano a mano.

Cuando Ramón terminó su tesis doctoral, recibió una beca para trasladarse a Estados Unidos. Inés, por su parte, acabó la carrera la víspera de su boda. Se casaron y, en 1965, emprendieron el primer capítulo de su aventura. No lo dudaron ni un instante. «Aquí no teníamos futuro», afirma ella con convicción.

Viajaron en el SS France, el transatlántico más veloz de la época, que en solo tres días cruzaba el Atlántico desde la ciudad francesa Le Havre hasta Nueva York. A bordo, tomaron una decisión que reflejaba su espíritu ambicioso: en vez de comer solos, eligieron compartir mesa con una familia estadounidense para integrarse desde el primer momento. Aquella amistad de travesía no se desvaneció con la llegada al puerto; por el contrario, se vieron alguna vez, tiempo después, en Wisconsin, su destino final.

La ciudad de Madison los recibió con los brazos abiertos. Ramón trabajaba en investigación con un visado J1 gracias a su beca, mientras que Inés, con una visa J2 que le impedía ejercer, buscó la manera de abrirse camino. Lo consiguió en el Laboratorio de Salud Pública, donde trabajó sin salario el primer año. “Fui pasando por todas las secciones; no me pagaban, pero aprendí muchísimo. Volvía a casa y le contaba todo lo que había aprendido a Ramón, era una gozada», recuerda. Pero cuando se quedó embarazada de su primera hija, supo que necesitaría un sueldo. «Pregunté si podían pagarme algo, y enseguida me ofrecieron un puesto de ‘asistente de proyecto’. Me cambiaron la visa J2 a J1″, cuenta Inés.

Estados Unidos les abrió las puertas de par en par. Desde el primer momento, Inés y Ramón sintieron la calidez de un país que los acogió completamente. El jefe de Ramón no solo les facilitó la búsqueda de empleo, sino que también los puso en contacto con un científico que estaba a punto de regresar a España. “Nos ayudaron a buscar casa, nos vendieron su coche…”, recuerda Inés. Con los aspectos prácticos resueltos, la adaptación fue más sencilla.

“La vida era muy normal, podías ir por la calle tranquilamente sin problema”, señala Ramón. Nunca se sintieron ajenos. La hospitalidad estadounidense era tangible en cada gesto. “Recuerdo que un día apareció en casa una mujer de International Wives, un grupo de esposas de gente que llegaba del extranjero. Nos acogieron y nos enseñaron, nos llevaron de excursión muchas veces y nos invitaron a su casa”, relata Inés.

«Estados Unidos es el país del extranjero. Te acogen, es una maravilla»

– Inés Dorronsoro

Pasaron tres años en el continente americano, un tiempo que evocan con nostalgia. “Estados Unidos es el país del extranjero. Te acogen, es una maravilla», afirma Inés. «Bueno, estamos hablando del año 65», reflexiona Ramón. «Es verdad, a lo mejor ahora las cosas han cambiado”, asiente ella. “Si eras joven y trabajador, tenías las puertas abiertas. Nadie te preguntaba de dónde venías ni quién eras”, añade Ramón.

Estados Unidos les ofreció oportunidades, pero también les enfrentó al reto del idioma. «Era el país de las facilidades. La universidad daba clases de inglés. Iba todos los días», cuenta Inés. Ramón, con menos tiempo debido a su trabajo, aprendió sobre la marcha: «Aprendí sobre todo el idioma microbiológico. Si empezabas a hablarme de música, solo entendía una parte, pero otra parte se me escapaba porque no conocía los términos», bromea. A pesar de las barreras lingüísticas, el ambiente internacional los acogió con entusiasmo. “Los americanos son muy tolerantes porque se acostumbran a muchos acentos, por eso tampoco daba complejo hablar”, explica Inés.

Las diferencias con España eran notorias. Desde la burocracia simplificada hasta la facilidad para obtener un crédito o sacarse el carné de conducir, todo parecía diseñado para hacer la vida más sencilla. Sin embargo, la distancia con su familia pesaba. Las cartas tardaban una semana en cruzar el océano, y las llamadas telefónicas eran un lujo reservado para ocasiones especiales. «Solo llamé por teléfono a España cuando nació mi hija mayor», admite Inés.

Así, después de tres años en Estados Unidos, la beca de Ramón llegó a su fin. En 1968, abordaron de nuevo el France, esta vez con rumbo a su tierra natal. Regresaron a Pamplona con nuevas experiencias, dos hijos con pasaporte americano y otro en camino. Ramón retomó su empleo como investigador, e Inés trabajó con él. Parecía que la estabilidad había llegado, pero el destino aún les tenía preparada otra aventura.

«En Francia, a partir de las siete de la tarde, ya no había nadie en la calle»

– Ramón Díaz

Un médico francés al que habían conocido en Estados Unidos, jefe de un laboratorio en la ciudad francesa de Tours, ofreció a Ramón un puesto de trabajo. Él aceptó, pero su esposa y sus hijos se quedaron en Pamplona. Su integración en Francia fue complicada. “A partir de las siete de la tarde ya no había nadie en la calle, no había vida social”, recuerda Ramón. “Estados Unidos era el país del extranjero, pero en Francia eras ‘el español’. En el laboratorio era uno más, pero fuera de ahí no tenía con quien hablar”, añade.

Por eso, Ramón volvía todos los fines de semana a Pamplona. “En un coche tenía que atravesar Angulema, Poitiers, Burdeos… Todo sin autopistas, por el medio de la ciudad. Salía a las cuatro de la tarde del laboratorio y llegaba aquí a las tres de la mañana”, recuerda Inés. Hasta que, finalmente, toda la familia se trasladó a Tours. Allí, encontraron un hogar fácilmente: el gobierno ofrecía viviendas para familias numerosas y, con cuatro hijos, fueron beneficiarios de una casa recién estrenada.

Pero la adaptación fue dura. «Mis hijos no sabían francés y no los admitían en el colegio», cuenta Inés. Ella, que dominaba el idioma, encontró trabajo gracias a una carta de recomendación de su antiguo laboratorio en Estados Unidos. Se convirtió en ‘agregada de facultad’, impartiendo clases y realizando investigación. Además, durante esos años, el matrimonio tuvo otra hija, e Inés aprovechó la baja maternal para escribir su tesis doctoral.

Sin embargo, Francia no era su hogar. «Para nuestros hijos lo mejor es España, que aquí van a ser siempre ‘los españoles’», pensaban. Después de tres años, decidieron regresar. Se establecieron en Pamplona de forma definitiva: Ramón como profesor en la Universidad de Navarra e Inés, tras un tiempo en el laboratorio de su marido, obtuvo la jefatura del servicio de microbiología en la Clínica Universidad de Navarra.

Aunque su gran aventura migratoria había terminado, aún les esperaba un último desafío tras su jubilación: un proyecto en el Congo, donde ayudaron a montar un laboratorio. «Lo de África es muy impactante», dice Inés. «Ahora bien, todos los niños están siempre sonriendo y contentos», añade Ramón. Años después, Inés regresó sola y se sorprendió por el avance del país. «Ya había edificios y carreteras”, relata.

«Hemos aprendido mucho, y emigrar juntos ha sido una gran ayuda»

– Inés Dorronsoro

Ahora, desde la tranquilidad de su hogar, reflexionan sobre todo lo que les enseñó su travesía. «Hemos aprendido mucho. Emigrar juntos también ha sido una gran ayuda», dice Inés. «Doy gracias a Dios todos los días porque hemos sacado diez hijos adelante», añade Ramón. Él no duda en aconsejar la experiencia: «Recomiendo Estados Unidos». Aunque Inés reconoce la parte dura de ser emigrante: “Te quedas sin tu papá, sin tu mamá, sin tus amigos, estás en un país duro; pero Estados Unidos es muy acogedor. Tenían el prurito de que habláramos bien de América. Te querían asombrar”, añade entre risas.

Sin embargo, el mayor legado de Inés y Ramón no está en los países que conocieron, sino en los diez hijos que criaron, héroes que hoy se reparten por el mundo: Estados Unidos, Italia, Bélgica, Alemania y España. Cada uno escribiendo su propia historia.

Utiliza el mapa interactivo para recorrer el camino del héroe de Inés y Ramón (en rojo 🔴) y el de sus hijos (en azul 🔵)

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