Sobre los que se han ido, para los que se quieren ir

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  • EL SÍNDROME DE ULISES: El impacto emocional de la emigración

    EL SÍNDROME DE ULISES: El impacto emocional de la emigración

    Diez años estuvo Ulises, rey de Ítaca, vagando fuera de su hogar, sufriendo sucesivas penurias que hicieron de su experiencia migratoria, recogida por Homero en la Odisea, una auténtica tortura. De este personaje mitológico toma su nombre el síndrome de Ulises, también denominado síndrome del emigrante con estrés crónico y multiple. ¿Qué impacto emocional tiene emigrar? ¿Han hecho las redes sociales más liviana la experiencia migratoria? ¿Sufren más ellas o ellos? ¿Qué es lo que más se echa de menos? Espora ha conocido los retos emocionales que han enfrentado dos emigrantes a Estados Unidos e Irlanda, ha encuestado a 22 españoles en el extranjero para medir el impacto emocional de sus procesos migratorios y ha entrevistado a un psiquiatra especializado en la atención psicológica a inmigrantes, el mismo que describió el síndrome de Ulises.

    Texto: Javier Estévez Arévalo
    Ilustraciones: Jorge Fernández Campus y Malena Cortizo Álvarez (portada)

    La migración siempre ha rondado el entorno de Joseba Achotegui Loizate. Nacido en Durango (Vizcaya) en 1954, este psiquiatra ha visto cómo muchos amigos y familiares han tenido que emigrar de España, muchos de ellos a América. Él mismo vivió también un proceso migratorio a menor escala en su juventud, cuando decidió abandonar el País Vasco para cursar Medicina en la Universidad de Barcelona.

    En Cataluña se asentó y allí desarrolló su carrera profesional, con un hito reconocido a nivel mundial: fue él quien describió en La depresión en los inmigrantes: una perspectiva transcultural (2002) el síndrome del emigrante con estrés crónico y múltiple, más conocido como el síndrome de Ulises, una etapa de duelo que Achotegui pide no confundir con una enfermedad mental: “El estrés y el duelo no son enfermedades, todos los vivimos. Son cosas que forman parte de la vida y que nos lo hacen pasar mal, pero no son lo mismo que estar enfermo”.

    Su carrera como psiquiatra es extensa, pero en los últimos 30 años se ha centrado en mayor medida en el estrés migratorio. ¿Por qué?

    Empecé porque en los años 90 llegaron muchos inmigrantes a España y no tenían atención sanitaria ni en salud mental. Por eso pensamos en poner un dispensario, el Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a Inmigrantes y Refugiados. También me interesaba entender toda esta temática, y como lo que trabajábamos tenía mucha aceptación, sobre todo lo del síndrome de Ulises, pues me he dedicado bastante a ello.

    Tiene familiares y amigos que emigraron. Usted mismo nació en Vizcaya y emigró a Cataluña. ¿Viene también de aquí su interés por este campo?

    Bueno, se juntó todo, porque es verdad que, aunque España sea pequeña, hay muchas diferencias entre los sitios. Vas a Cataluña y hablan otra lengua. Lo mismo en Euskadi. Hay gente que llega, que se va, muchos familiares fueron a América… Siempre he vivido en medio de migraciones, por lo que también me gustó estudiarlo.

    ¿Ha padecido el síndrome de Ulises?

    No, el síndrome de Ulises es una migración en situación difícil, extrema. Yo he tenido una migración normal: he ido a un sitio, he trabajado y he tenido mis oportunidades y mis derechos. He vivido los duelos de la migración, que se viven siempre, pero lo he hecho en un contexto saludable, simple. La migración no ha sido un problema para mí, sino una oportunidad.

    ¿Qué tipo de oportunidad?

    Yo podía haber estudiado Medicina en Bilbao, pero tenía ganas de marchar, de emigrar. A mí me tocó esto hace sesenta años; si fuera ahora, yo habría ido a Inglaterra u Holanda, pero, en aquellos momentos, ir a Barcelona era ir a otro mundo.

    Describió el síndrome de Ulises en 2002. ¿Qué trabajo hay detrás de este hito?

    Empecé a trabajar en un equipo que se interesó por la emigración y la salud mental en los años 80, pero el grupo se disolvió y yo fui el único que siguió en esa línea. Monté un dispensario en el puerto de Barcelona, que ahora cumple treinta años, y, visitando inmigrantes, me di cuenta, en torno al año 2000, de que les había afectado mucho el cierre de las fronteras, que no tenían papeles, que no podían traer a la familia, que estaban asustados. Me pareció que esto generaba un sufrimiento que no era un trastorno mental, y lo llamé síndrome de Ulises.

    Dice que el síndrome de Ulises no es una enfermedad mental, sino un cuadro de estrés o de duelo intenso.

    El estrés y el duelo no son enfermedades, todos los vivimos. Son cosas que forman parte de la vida y que nos lo hacen pasar mal, pero no son lo mismo que estar enfermo. El enfermo mental es una persona que no puede con una situación que le bloquea. Falla él. En el síndrome de Ulises no falla el migrante, porque las barreras son insalvables.

    Estos síntomas de estrés o de duelo, ¿podrían confundirse con enfermedades mentales?

    Hay una tendencia a medicalizarlo todo, a convertirlo todo en enfermedad. Yo estoy en contra de eso. Hay enfermedades mentales, pero también hay otras cosas que no lo son, que son crisis personales y situaciones de tensión, de duelo, de estrés, en las que la gente lo pasa mal, pero no está enferma.

    En esos casos, ¿la atención debería ser más psicológica que psiquiátrica?

    Exacto. O quizá ni siquiera psicológica, sino más bien psicosocial, de apoyo, psicoeducativa… No hace falta una psicoterapia, sino un apoyo o un asesoramiento. Yo creo que hoy en día lo metemos todo en el saco del trastorno mental, y eso es un error porque la gente acaba tomando muchísimas pastillas, acaba estigmatizada, acaba haciendo tratamientos psicológicos que no son necesarios… Creo que hay que diferenciar el campo de la salud mental del campo del trastorno mental.

    Si estas situaciones de estrés o duelo no se tratan a tiempo, ¿pueden derivar en trastornos mentales?

    Sí, pero la mayoría de la gente no enferma: solo un 10 % de la población tiene trastornos mentales. Los demás lo pasan mal, pero no están enfermos.

    Con la aparición de las redes sociales, parece evidente que ahora es más fácil que antes mantener el contacto con lo que se deja atrás.

    Desde luego. Yo creo que ayuda, aunque no es lo mismo el contacto personal que el online. No hay que confundirlos pensando que son iguales, porque el emigrante y el que se queda en el país de origen se engañan muchas veces, no dicen la verdad, no se explican todo, se guardan cosas, se dan informaciones sesgadas… No es lo mismo que cara a cara, donde se ve enseguida cómo están las cosas.

    Eso también genera confusión, entiendo.

    Claro. El emigrante tiende a no explicar lo mal que lo pasa para que la familia no sufra. La familia tiende a no explicar cosas para que el otro no esté preocupado. Se dicen muchas mentiras piadosas.

    Mientras una persona emigra, su lugar de origen cambia. ¿Es habitual que los emigrantes tengan crisis identitarias, que se sientan un poco apátridas?

    Sí. Defino doce características del duelo migratorio y una de ellas es que el retorno del emigrante es una nueva migración, vuelve a tener que elaborar un montón de cosas. El país ha cambiado, él ha cambiado y muchas veces no se siente aceptado ni reconocido. Esto, si le ha ido bien. Si le ha ido mal, ni te cuento lo mal que lo tratan en su lugar de origen, como a un fracasado. Es muy complicado volver habiendo fracasado.

    ¿Por qué?

    Porque quien vuelve fracasado está muy dolido, muy herido, y espera recibir mucho apoyo. Pero en el país de origen ya lo habían olvidado. A quien se ha ido se le percibe como si hubiera dejado de lado a la gente de su lugar de origen. “Pues, si te ha ido mal, ahora te apañas”.

    El doctor Achotegui describió tres tipos de duelo en el síndrome de Ulises: simple (aquel que se da en buenas condiciones y puede ser superado), complicado (aquel que presenta serias dificultades para ser superado) y extremo (aquel que no puede ser superado). Además, esta situación de estrés migratorio puede presentarse en siete áreas: la familia y los seres queridos, la lengua, la cultura, la tierra, el estatus social, los grupos de pertenencia y la integridad física.

    Espora ha realizado una encuesta para medir la intensidad (de 0, mínima, a 10, máxima) con la que estas siete áreas han afectado negativamente a las experiencias migratorias de 22 españoles (catorce hombres y ocho mujeres), todos con edades comprendidas entre los 25 y los 57 años y con vivencias en nueve países: Estados Unidos, Irlanda, Francia, Alemania, Bélgica, Reino Unido, Suiza, Chile y República Dominicana.

    Atendiendo a los tipos de duelo, los resultados son coherentes: aquellos que han experimentado un duelo simple (catorce personas, de las cuales diez son hombres y cuatro, mujeres) tienen una puntuación media menor (3,21 puntos) que la única persona (hombre) que ha sufrido un proceso extremo (8,29 puntos). Además, siete personas (tres hombres y cuatro mujeres) han soportado un duelo complicado, con una valoración media de 5,41 puntos.

    Los tres tipos de duelo encuentran coincidencia en el área de mayor sufrimiento: la distancia con respecto a la familia y los seres queridos, con una valoración de 4 puntos para quienes han padecido un duelo simple, 7,14 puntos en los casos complicados y puntuación máxima, 10 sobre 10, para el extremo. El área de menor sufrimiento encuentra, en cambio, ligeras diferencias entre los tres grupos: si bien simple y complicado coinciden en la escasa preocupación por su integridad física (2,29 y 2,86 puntos), la diferencia lingüística (6 puntos) fue el menor causante de estrés para la única persona con un caso extremo.

    Los resultados permiten entrever que ellos y ellas experimentan el duelo migratorio de manera diferente. Los hombres han sentido su integridad física en riesgo en mayor medida que las mujeres (0,45 puntos más), y también les ha afectado más el cambio de tierra; es decir, el entorno, los paisajes o la temperatura (0,29 puntos más). Presentan resultados más parejos las diferencias culturales (0,05 puntos más para ellos) y lingüísticas (0,11 puntos más para las mujeres).

    Las desigualdades, no obstante, se acentúan en el resto de medidores, siempre sufriendo las mujeres con mayor intensidad el duelo migratorio. A ellas les afecta 1,14 puntos más la lejanía con respecto a su familia y seres queridos y 1,59 puntos más la distancia con sus grupos de pertenencia y el cambio de estatus social. De media, la intensidad global del estrés migratorio que sufren los hombres es de 3,96 puntos. En el caso de ellas, la cifra es de 4,46 puntos (0,5 más, o 5 % en términos porcentuales).

    Aunque estos datos no dejan de ser una media de resultados, el fruto de una operación matemática que, en ocasiones, no se corresponde con la realidad. ¿Puede la experiencia migratoria de un hombre ser peor que la de una mujer? Sí, sí puede. Por ejemplo, Edu Díaz Castro (Santa Cruz de Tenerife, 41 años, residente en Nueva York) ha tenido una experiencia migratoria mucho más sufrida que Mer Ruiz Santos (Madrid, 35 años, residente en Kildare, a una hora en coche de Dublín): él ha padecido un estrés migratorio de 8,29 puntos; ella, de 3,14. Ambos emigrantes han compartido con Espora el impacto emocional que les ha supuesto su traslado de residencia al extranjero. Desliza hacia abajo para conocer sus historias.

    Hace cinco años y medio que Edu pisó por primera vez Nueva York. Lo hizo bajo el paraguas de la beca Fulbright, que le permitía estudiar durante un año, percibiendo sueldo, en la escuela de arte dramático de Susan Batson, mentora de artistas como Nicole Kidman y Juliette Binoche. Estaba cumpliendo un sueño, viviendo su particular luna de miel en la ciudad más poblada de Estados Unidos. Pero la burbuja se pinchó. Con la pandemia de covid se diluyó su etapa de enamoramiento con la vida y comenzó un periplo de terror, amenazas de deportación y agresiones homófobas mediante, que sólo ha podido sanar ―aún continúa haciéndolo― con terapia psicológica y psiquiátrica. “Aquí no tengo tanto soporte como en España; me he sentido muy vulnerable y lo he pasado francamente mal”.

    Edu Díaz Castro (Santa Cruz de Tenerife, 1983) compartía piso con dos jóvenes estadounidenses que, en cuanto la pandemia amenazaba con convertirse en lo que finalmente fue, regresaron a sus hogares. Y Edu, seis meses después de llegar a Nueva York, se quedó solo en su apartamento del barrio de Hell’s Kitchen (la Cocina del Infierno), en las inmediaciones de Times Square. “Fue la soledad más increíble. Estaba totalmente solo, solo en casa y solo en la ciudad”.

    Si miraba hacia arriba, sólo acertaba a ver cómo los colosales rascacielos de Manhattan, repletos de oficinas, permanecían prácticamente vacíos. Si miraba hacia abajo, la escena hacía honor al nombre del barrio: era un infierno. “Un día estaba despertándome y, de repente, empiezo a escuchar apellidos americanos: ‘Smith, Williams, Jones’. Me asomé y era la Guardia Nacional llamando a los soldados para que se encargasen de las residencias y de sacar a los muertos de los edificios”, relata.

    Fulbright ofreció a sus becados regresar a sus hogares, aunque, para eso, debían renunciar a la beca. Y Edu, que vendió todo lo que tenía en España en el año que transcurrió desde el fallecimiento de su madre hasta que emigró, decidió quedarse en Estados Unidos. Mientras continuaba recibiendo clases por videollamada, el actor soñaba con estrenar en Nueva York la obra que estaba desarrollando en su escuela, por lo que pidió una prórroga de la beca de seis meses. Fulbright le concedió la extensión, aunque en ese medio año la pandemia no se disipó, así que Edu solicitó una nueva prórroga que le fue denegada. “Tengo un email bomba por ahí. Me dijeron: ‘Si no sales dentro de treinta días, vamos a avisar a las autoridades y, si quieres volver a entrar a Estados Unidos, puede que sea imposible para ti en un futuro’”.

    Ante la amenaza de deportación, Edu regresó a su isla, a Tenerife, en abril de 2021. Allí alquiló una casa en el campo y adecuó “un garaje que estaba hecho una mierda, lleno de arañas, de bichos y de polvo” para convertirlo en un set de teatro, con luces e incluso una máquina de humo. Había vuelto a la margen oriental del océano Atlántico, pero su sueño permanecía en la orilla occidental. Y consiguió regresar. Lo hizo en abril de 2022, un año después de marcharse, tras obtener el visado de artista.

    DE INQUILINO A CUIDADOR

    Edu no volvió a Hell’s Kitchen. Una amiga austriaca que vivía con una familiar lejana, una señora mayor, en el barrio de Harlem dejaba su habitación y se la ofreció a Edu. Lo que iba a ser un tiempo de transición, mientras el actor encontraba un alojamiento estable, se convirtió en un año y medio compartiendo piso con Genelle, “una señora mayor, encantadora, pero con demencia y alcohólica”. Con ella vivía y comía gratis, pero rápido pasó de inquilino a cuidador. Un día, al despertarse, se la encontró tirada en el suelo y con la cara “megahinchada, como si hubiese pasado toda la noche en la misma posición”. En otra ocasión, llegó a casa y encontró un reguero de sangre en el pasillo. Tras seguirlo, vio a Genelle cerca de desmayarse con un charco rojo bajo su pie, que tenía un pequeño corte.

    “Creo que le estoy haciendo un flaco favor porque, si estoy aquí, no vais a contratar a alguien que la cuide”, comentó Edu a las hijas de ella, que no vivían en Nueva York. Aunque, reconoce, también lo hizo por él mismo: necesitaba liberarse de “esta preocupación horrible” y temía por su seguridad como inmigrante. “Si alguien se muere en casa, aunque sea durmiendo, vienen los bomberos y la policía, como en las películas. Y si tienes cualquier tipo de antecedente penal, a la hora de aplicar para una siguiente visa es mucho más complicado”. Tras salir de casa de Genelle, Edu continuó visitando a su antigua casera una vez al mes, pero medio año más tarde “se cayó, se rompió la cadera y se murió”. “Fue muy triste”, recuerda.

    Durante los primeros meses de ese año y medio que vivió con Genelle, Edu continuó preparando la obra de teatro que había cimentado entre su primera etapa en Nueva York y su regreso a Tenerife. Su estreno, previsto para octubre de 2022, se convirtió en un “acontecimiento”. “Estaba supernervioso por estrenar en Nueva York y había puesto mucho dinero en la obra, pero poco a poco conseguí productores americanos y el apoyo del consulado español en Nueva York”. Todo iba a pedir de boca. Hasta que en septiembre, un mes antes del estreno, comenzaron los ensayos presenciales y a su director, con quien llevaba tres años trabajando en la obra, “se le fue la pinza”.

    “Me empieza a gritar, a ser cada vez más agresivo en los ensayos… Claro, yo estaba histérico por el estreno de la obra y flipando porque no sabía cómo reaccionar a sus gritos”. No se quedó ahí. El nivel de violencia aumentó y las agresiones verbales se convirtieron en físicas. “Se acercó a mí como para meterme un puñetazo, me arrinconó y me llamó maricón. Le tuve que pedir por favor que me soltara, y lo hizo, pero siguió gritándoles a mis compañeros, hasta que finalmente terminó la hora de ensayo y se fue”, relata Edu. A la agresión le sucedió una amenaza que resonó con más fuerza por la condición de inmigrante del actor: “Me dijo: ‘Vas a escuchar de mis abogados’. Eso me preocupó; pensé que iba a irrumpir en mi proceso de inmigración y que se me iba a complicar la vida aquí”. Tras iniciar su tratamiento psiquiátrico el pasado mes de diciembre, a Edu le diagnosticaron estrés postraumático y depresión.

    Este episodio de maltrato, a diez días del estreno de la obra, truncó las expectativas puestas en un proyecto que “tenía muy buena pinta”. “En el estreno yo estaba hecho polvo, incluso nervioso de que el director apareciera en el teatro a liarla parda. En fin, fue una mierda”, recuerda. Los productores retiraron su apoyo, Edu no se sintió capaz de continuar y la obra, que trataba sobre el duelo que pasó el actor canario tras la muerte de sus padres, quedó aparcada indefinidamente. Hasta ahora. “En breve retomo el proyecto por mi cuenta. Creo que la obra lo merece y me apetece un montón”.

    “ME COMPENSA VIVIR EN NUEVA YORK”

    Edu aspira a estrenar la obra sobre su duelo familiar en Nueva York, la ciudad que le acogió hace cinco años y medio. “Es la ciudad para hacer teatro y para desarrollarme profesionalmente. Hay montones de oportunidades, muchas más que en España”, asegura. Los escenarios de la metrópolis estadounidense no le son ajenos: ya ha actuado en off-Broadway, el paso previo a la meca del teatro mundial, con A Drag Is Born, un espectáculo de teatro mudo que responde “a ese ‘maricón’ que me dijo el director” y que ya le ha valido cinco premios: entre otros, a mejor espectáculo individual y mejor actor solitario de estilo clown en los festivales de teatro alternativo de Orlando y Nueva York. Aunque su progresión teatral aún tiene recorrido: “Ser actor recurrente en Broadway, en cines o en series sería tocar techo para mí”.

    Es esta perspectiva de crecimiento en el mundo de la actuación estadounidense lo que mantiene a Edu en Nueva York. “Me estoy tomando esta aventura como una especie de máster increíble. Estoy aprendiendo mogollón”. Aunque, tras superar la fase de luna de miel, el actor cayó en la cuenta de que su ciudad es “hostil” y “solitaria”. “La gente viene aquí a trabajar, a hacer dinero y a desarrollarse profesionalmente. Las conexiones personales son superficiales e interesadas”, afirma. Tampoco facilita la socialización el coste de vida de Nueva York: por ejemplo, un billete sencillo de metro cuesta 2,9 dólares.

    Este nivel de gastos no se ve recompensado, a juicio de Edu, con buenos servicios para los ciudadanos. “Nueva York es, como Estados Unidos, un producto del marketing y de las películas, pero en realidad es una ciudad tercermundista. Hay ratas por todas partes, el metro está sucio, hay indigentes y gente totalmente desequilibrada y consumida por las drogas, hay supermercados asquerosos, hay asesinatos…”, revela el actor, a quien le cuesta extraer bondades de la ciudad, al margen de su efervescencia cultural y las oportunidades laborales que ofrece. Estos son los principales motivos por los que, dice, “me compensa vivir aquí”. “Aunque la ciudad sea dura, el trabajo sea duro y el camino sea duro, yo noto que mi carrera va en ascenso”.

    “Vámonos a la aventura, vamos a ver qué pasa”, dijeron Mer Ruiz Santos y su marido, Iker, cuando a él le ofrecieron un puesto de trabajo en Dublín, en una empresa informática. En febrero de 2020 dio comienzo esa aventura de sucesos precipitados que terminaron por asentar a la pareja en Irlanda, primero en Dun Laoghaire, un suburbio costero de la capital, y desde el año pasado en Kildare, un pueblo de 10 000 habitantes a sesenta kilómetros de Dublín. “De repente llegó el covid, y cuando se fue, dos años más tarde, estábamos contentos aquí. Después, me quedé embarazada de mi primera hija y nos compramos una casa”, relata Mer (Madrid, 1989) mientras sostiene en brazos a Lola, su segunda hija.

    Mer conoció a Iker (Bilbao, 1985) en Mánchester (Inglaterra), cuando tenían 22 y 27 años. Ella, estudiante de Periodismo, provenía de un “colegio religioso muy estricto”. “Y cuando llegué a la universidad, que era pública, me descontrolé completamente, perdí el norte. Necesitaba poner las cosas en perspectiva, y por eso me fui a Mánchester”, recuerda. Decidió emprender el periplo británico con una compañera de la universidad, y ambas reservaron un hostal para cinco días, tiempo que emplearon para encontrar un alojamiento definitivo y un puesto de trabajo. “Yo empecé trabajando en un McDonald’s y luego estuve en una cafetería. Lo recuerdo como una época maravillosa; no teníamos absolutamente ninguna responsabilidad, más allá de pagar el alquiler”, asegura Mer.

    Lo que iba a ser una estancia de seis meses se convirtió en casi dos años, aunque en ningún caso rondó la mente de Mer la posibilidad de establecerse en Mánchester. Eso sí, esta experiencia fue un paso de gigante en la preparación de la aventura que emprendería años después: perdió el miedo a la primera vez, y lo mismo le ocurrió a su marido. “Además, creo que ambos somos inconformistas e inquietos; si algo no nos gusta, no tenemos miedo a mudarnos”.

    Así lo demostraron hace ya más de cinco años, cuando se trasladaron a Irlanda con la idea de establecerse a largo plazo. Aunque en su planteamiento no figuraba lo que ocurriría pasado un mes: la pandemia de covid llegó, y con ella, la dificultad para formar relaciones personales en su entorno. “No conocíamos prácticamente a nadie”, recuerda. Pero tuvieron una ventaja: el confinamiento en Irlanda no fue igual de estricto que en España, puesto que allí podían alejarse dos kilómetros de su hogar para hacer ejercicio. “Puse un anuncio en Facebook buscando amigos en mi barrio. La parte buena fue que, al ser nuevos en la zona y al no conocer casi nada, nos daba lo mismo alejarnos dos kilómetros que doscientos”, afirma Mer, quien se declara “una promiscua de las amistades”.

    “CUANDO VIVES LEJOS, CREAS TU PROPIA FAMILIA”

    No son las relaciones sociales, por tanto, un asunto menor para ella. “Cuando vives lejos, creas tu propia familia; es decir, tienes una relación con tu círculo de amistades que no tendrías si todos estuvieran en su casa”, explica. En ausencia de la familia, los amigos se convierten en figuras de apoyo indispensables. “Son las mismas personas a las que acudes cuando estás triste, cuando estás contento, cuando quieres celebrar, cuando necesitas un favor”. O, por ejemplo, cuando te pones de parto, como le sucedió el pasado mes de noviembre. “Le pedí a una amiga que se quedase con Olivia, mi hija. Si yo viviera en España, cerca de mi familia, esto no habría ocurrido”.

    Este cambio social, donde los amigos cobran más importancia ante la ausencia de familiares, es algo que Mer lleva bien en su día a día. Además, es consciente de que parte de una “situación privilegiada”: es blanca y europea, por lo que comparte rasgos con la mayoría de la población. “Esta mañana estaba con una conocida irlandesa y, cuando le he comentado que tenía esta entrevista, me ha dicho: ‘Bueno, pero tú no eres inmigrante, tú eres expatriada’. Y es porque soy blanca”, explica. Si fuese al revés, si ella residiese en España y conociese a personas extranjeras, cree que la situación sería similar. “Me sería mucho más fácil identificarme con alguien que viniera de Inglaterra o de Alemania que con alguien que viniera, por ejemplo, de Nueva Delhi, porque la costumbre, la cultura, el ritmo de vida, la mentalidad y muchísimas cosas son diferentes”.

    La similitud de su estilo de vida con el habitual irlandés ha ayudado a Mer a integrarse mejor en su nuevo hogar, aunque también ha jugado un papel relevante su capacidad de adaptación. “Si nunca puedes salir a cenar porque tienes que cenar tarde, si nunca puedes salir a comer porque comes tarde, si nunca puedes salir a mediodía porque buscas sentarte en una terraza y no has encontrado ninguna, si no sales por la noche porque a las 11 cierra todo, es muy probable que lo pases mal”, sostiene Mer, quien se relaciona mayoritariamente con gente irlandesa, “sobre todo con mamás”, y con personas españolas.

    “UN ESTEREOTIPO ANDANTE”

    Con algunos de sus compatriotas ha entablado amistad por su condición de residentes en el extranjero: Mer cree que, de haberse conocido en España, hubiese sido diferente. “Soy amiga, amiga, amiga de personas españolas que, si viviera en Madrid, ni de coña seríamos amigos porque no tenemos absolutamente nada en común más allá de nuestra nacionalidad”, afirma. Esto forma parte de una búsqueda del sentimiento de pertenencia, de mantener el arraigo con los orígenes, de un proceso en el que Mer se ha convertido en “un estereotipo andante”. “¿Tú te pones en casa de forma habitual sevillanas o música típica española? Porque yo en mi vida lo había hecho y, sin embargo, aquí sí lo hago”.

    El contacto entre Mer y lo que dejó atrás en España es continuo. Con sus amigas, con su madre y con sus hermanos habla de manera “superfrecuente”, y en ocasiones coge vuelos entre Dublín y Madrid de ida y vuelta en el mismo día. “Lo que creo que es más duro para todo el que emigra, que es el estar lejos de su familia, se hace bastante más llevadero cuando puedes ir a pasar el día a España por cincuenta euros”. Aunque, reconoce, le disgusta que sus hijas, Olivia y Lola, no puedan pasar más tiempo con su familia: “Mis hijas no van a crecer con sus abuelos, no van a crecer con sus primos. Están creando sus recuerdos y no van a tener a sus abuelos en ellos. Para mí eso es lo más complicado”. Los familiares maternos de Olivia y Lola residen en Madrid; los paternos, entre Bilbao, Valladolid y Málaga.

    Mer se resigna a esta situación: al fin y al cabo, pone todo en una balanza y, aunque la parte sentimental pesa mucho, valora aún más la estabilidad económica y laboral que ha encontrado en Irlanda. A pesar de que ha disuelto recientemente su empresa de maternidad y crianza y no sabe qué le deparará el futuro, siente que en la isla tiene más posibilidades de reinventarse que en España. “He estado sin trabajar para otra persona cinco años, que es mucho tiempo, y no creo que tuviera problema para encontrar un trabajo aquí por haber estado en casa dedicándome a mis hijas. En España sí que veo que esa pausa laboral sería más importante a la hora de buscar un empleo”, opina.

    Echando la vista hacia delante, cuando su baja maternal finalice, Mer se ve trabajando por cuenta propia como gestora de contenidos. “Es algo que en España no podría hacer. No me saldría a cuenta pagar la cuota de autónomos con los beneficios que obtendría por ese trabajo”, calcula. No es la única diferencia que encuentra con respecto al mercado laboral español: en Irlanda, dice, las oportunidades de escalar puestos en una misma empresa son mayores y hay menor dependencia de los títulos oficiales. “Mi marido, por ejemplo, no tiene la carrera universitaria de Ingeniería Informática en la universidad, pero lleva mucho tiempo trabajando en ello. Esa experiencia te da la oportunidad de ascender, de crecer dentro de la empresa, y esto es algo que en España echo mucho de menos”.

    Además, los salarios allí son más altos. En España, según el Instituto Nacional de Estadística, el salario bruto medio en 2023 (último dato disponible) fue de 2273 euros al mes, por los más de 3900 euros brutos mensuales que percibieron de media los trabajadores en Irlanda en el último trimestre de 2024, de acuerdo con la Oficina de Estadística Central. Y, aunque el coste de vida es mayor en Irlanda (entre octubre de 2022 y el mismo mes del año siguiente, cada hogar gastó de media 52 388 euros) que en España (el gasto medio por hogar en 2023 fue de 32 617 euros), según los mismos centros estadísticos, Mer aprecia “cada vez menos” diferencia. Una razón más, junto a las oportunidades de crecimiento laboral en Irlanda, por las que ve “muy complicado volver a España algún día”. “Vamos a ver qué pasa”, dijeron Mer e Iker antes de emigrar a Irlanda. Y lo que pasa, cinco años después, es que queda aventura para rato.

  • EL CAMINO DEL HÉROE: Los cinco capítulos que componen la travesía del emigrante

    EL CAMINO DEL HÉROE: Los cinco capítulos que componen la travesía del emigrante

    Antía Asperez

    «Debemos estar dispuestos a dejar atrás la vida que hemos planeado para recibir la vida que nos espera»

    – Joseph Campbell

    En 1949, el mitógrafo Joseph Campbell desentrañó una verdad que atraviesa tiempo y espacio. En su libro El héroe de las mil caras, explicó que las grandes historias siguen un mismo hilo esencial. Un héroe abandona su mundo ordinario y se aventura en lo desconocido; enfrenta desafíos, tropieza con fuerzas poderosas y, al final, conquista una victoria que transforma su existencia. Solo entonces regresa, trayendo consigo un don para los suyos.

    El emigrante, en cierto modo, es también ese héroe. Como en los relatos que pueblan el imaginario colectivo, quien decide dejar atrás su país lo hace para escribir su propia odisea. Se forja en la distancia, atraviesa pruebas y crece a base de aprendizajes. Cada historia tiene un nombre propio, un rostro y un destino distinto. Pero todas comparten la misma esencia: los héroes que se van nunca regresan siendo los mismos.

    No obstante, el emigrante no solo se enfrenta a desafíos externos. También libra una batalla contra sí mismo. Y es que lo que más pesa en esta travesía no es el equipaje, sino las emociones. ¿Qué empuja a alguien a dejarlo todo atrás? Por suerte, la riqueza del lenguaje reside en su capacidad infinita de nombrar lo innombrable. En su viaje, el emigrante no solo recorre nuevos territorios, sino que también conoce nuevos idiomas. Y en estos, quizá halle la palabra que transforme sus sentimientos en algo comprensible.

    Porque a veces, más importante que descifrar el laberinto de trámites necesarios para emigrar, es entender las sensaciones que acompañan al héroe en cada capítulo de su historia.

    I. La llamada a la aventura

    Tomar la decisión de emigrar

    El primer capítulo del periplo del héroe no consiste en hacer las maletas. Tampoco en tramitar el visado o comprar el billete de avión. El punto de partida es tomar la decisión de emigrar. Algunos lo tienen claro, mientras que otros se embarcan en la aventura sin estar completamente seguros. En el fondo, es una moneda lanzada al aire.

    Puede salir bien o mal. Cara o cruz. Entonces, ¿qué impulsa a alguien a dejar atrás su hogar y enfrentarse a lo desconocido? En alemán existe una palabra que expresa este anhelo: fernweh. Literalmente, podría traducirse como «pasión por viajar», pero su sentido va más allá del simple afán de hacer turismo. Este término está formado

    por fern, que se refiere a lo lejano, y weh, que significa dolor o pena. Manifiesta la nostalgia de lo que todavía no se ha vivido, el apetito insaciable por descubrir lugares desconocidos. Es la inquietud, casi irracional, que experimentan quienes sienten que su hogar puede estar en cualquier parte del mundo. O quizá en ninguna.

    II. El cruce del umbral

    El momento de irse

    Entre el instante en que el emigrante toma la decisión y el momento de despedirse del país de origen, se despliega un universo de pasos intermedios. Reunir la documentación, completar trámites, hacer las maletas… incluso buscar alojamiento o trabajo con antelación. Todo ello mientras el calendario

    avanza rigurosamente hacia el día señalado en el pasaje de ida. Y cuando ese momento llega, un cúmulo de emociones desborda la aparente calma del emigrante. Dudas que se entrelazan con estrés, pero también un deseo incontenible por dar el siguiente paso. Es entonces cuando cobra sentido una palabra

    sueca intraducible al español: resfeber. Es el latido acelerado del corazón del héroe justo antes de emprender su aventura. Ese vértigo anticipado que siente al sostener un pasaje hacia lo desconocido, al lanzarse a una nueva vida. Una amalgama de sensaciones que se desvanece tras cruzar el umbral.


    III. El mundo desconocido

    Llegar a un nuevo país

    Quizá la mezcla de dudas y emoción se disipe en el instante de cruzar el umbral, en ese punto de no retorno en el que se traspasa la frontera de un nuevo país. Pero el mundo desconocido no es un refugio. Todo lo contrario; se trata de un territorio que despierta nuevas emociones. La sensación de que el hogar del emigrante está en todas partes se intensifica en este momento. «Estar sin país». Esta es la traducción más

    literal de la palabra francesa dépaysement. Es la emoción que viene de la mano de un cambio de aires. Esa desorientación inicial, aunque no siempre negativa, que padece el héroe cuando deja atrás lo familiar y lo cotidiano. Es entonces cuando el emigrante descubre que todo aquello que daba por sentado en España —el bullicio de los bares, las sobremesas que se alargan durante horas, la cercanía de cada conversación—

    nunca será igual en otros países. En algunos lugares, la vida es más estructurada y las interacciones son más reservadas. Y precisamente en ese choque de costumbres, el protagonista de la historia comprende que adaptarse no consiste solo en aprender un idioma o encontrar un buen trabajo, sino también en reconstruir su propia idea de hogar en un contexto donde lo cotidiano adquiere nuevos significados.


    IV. El reto

    Adaptarse a la nueva rutina

    Es tras el impacto inicial cuando el héroe comprende que adaptarse a la vida en otro país es una tarea espinosa. Algunos lo logran en cuestión de días; otros, en meses. Pero todos acaban formando una rutina en su nuevo hogar. El psiquiatra Viktor Frankl, en su libro El hombre en busca de sentido, escribió: «Cuando no podemos cambiar una situación, tenemos el desafío de cambiarnos a nosotros mismos».

    Y es que, por difícil que resulte, el ser humano posee una capacidad innata para amoldarse a nuevos entornos. A esta facultad hace alusión una palabra japonesa: 慣れる (nareru). Este verbo se refiere al proceso de acostumbrarse, de volverse familiar con lo desconocido. Su propia etimología revela su complejidad: se compone del kanji 馴 (na), que se relaciona con la domesticidad; y れる (reru),

    que evoca un proceso potencial, algo que solo se consigue con el paso del tiempo. Implica necesariamente la transformación y el crecimiento del héroe. El emigrante no solo debe sobrevivir en un nuevo entorno, sino integrarse en él hasta hacerlo propio: su misión consiste en aclimatarse al nuevo trabajo, a la ciudad extraña que poco a poco deja de serlo y al ritmo inusual de una cultura ajena. 



    V. El camino de vuelta

    Regresar a España

    Así como el ser humano tiene la asombrosa capacidad de adaptarse, también posee el don de no olvidar nunca sus raíces. Incluso aquellos héroes que sienten con mayor intensidad el fernweh —ese anhelo irremediable por viajar— llevan consigo el sello de su origen. Sin embargo, no se trata solo de echar de menos la cultura del terraceo, los horarios nocturnos o los sabores de la comida española. Es algo más esencial: el anhelo de la propia tierra, de su

    gente, sus costumbres y sus matices inconfundibles. Lo que un día fue motivo de queja se convierte, con la distancia, en un recuerdo entrañable. Por eso, el camino del héroe incluye también un pasaje de regreso. Y es justamente al decidir volver a España cuando el emigrante se encuentra con una palabra que da sentido a esa añoranza de lo conocido: morriña. Este término gallego exterioriza la melancolía provocada por el anhelo de la tierra natal.

    Aquellos héroes que un día soñaron con irse lo más lejos posible descubren que aún los une a su tierra un hilo invisible, tan frágil y esencial como el cordón umbilical entre un bebé y su madre. El héroe se va con una maleta llena de objetos personales, pero regresa con una mochila cargada de aprendizajes, errores y experiencias. Vuelve transformado. Sin embargo, se reencuentra con un lugar que sigue esperándolo como si nunca se hubiera ido.



    Pero estos cinco capítulos que trazan el camino del héroe solo adquieren su verdadero significado a través de las historias de quienes tienen el coraje de recorrerlo. Son los relatos personales de cada emigrante los que les dan vida. Memorias con nombre y apellido.

    Dos casos particulares no bastan para abarcar la inmensidad de emociones y aprendizajes que atraviesan aquellos que deciden dejar su tierra atrás. Sin embargo, sí pueden ofrecer una brújula para orientar a quienes desean emprender esta travesía.


    Desde que era pequeño, Carlos Cordero tenía claro que deseaba lanzarse a descubrir el mundo. Natural de Huelva, es de esos viajeros irremediables, de los que sienten intensamente el significado de la palabra alemana fernweh: un anhelo profundo por lo desconocido. A sus 35 años y ya de regreso en su tierra natal, puede presumir de haber vivido en Japón, Suiza, Emiratos Árabes, Reino Unido, Australia y Países Bajos. Su pasión por la arquitectura lo ha llevado de un continente a otro, cultivando tanto su carrera como su experiencia vital.

    Su historia comenzó con un salto inesperado. Fue durante su último año de carrera cuando tomó la decisión de hacer un Erasmus. Pero no uno cualquiera. En lugar de optar por los clásicos destinos europeos, decidió ir más lejos. «Elegí Japón porque era un sitio al que nadie de mi facultad había ido», recuerda. Para Carlos, más que un desafío, era una manera de diferenciarse: «Pude irme porque no tenía miedo. A mucha gente, en esa época, le asustaba irse tan lejos». Además, había algo más que una simple ansia de exploración: «La relación de Japón con el diseño arquitectónico es muy buena. Quería avanzar profesionalmente”.

    Lo que comenzó como una experiencia de cuatro meses pronto se convirtió en algo más grande. «Solo me quedaban dos asignaturas para acabar la carrera, así que pedí otro cuatrimestre más». Y se lo concedieron. Era una nueva oportunidad, una forma de alargar su estancia en Japón. Allí, con más tiempo libre por delante y una curiosidad insaciable, comenzó a moverse. Gracias a los profesores que había conocido en la universidad, consiguió un trabajo como becario en un estudio de arquitectura en Kioto, donde estuvo seis meses más.

    «No tenía ni idea de que iba a quedarme tanto tiempo. Me fui por seis meses y al final me quedé dos años»

    – Carlos Cordero

    Pero seguía sin ser suficiente. A través de los contactos que había hecho durante su estancia, obtuvo un trabajo en un reconocido estudio de arquitectura en la capital. “Lo fui sacando sobre la marcha. No tenía ni idea de que iba a quedarme tanto tiempo. Me fui por seis meses y al final me quedé dos años”, afirma entre risas.

    Para muchos, encontrar trabajo en un país extranjero es el mayor obstáculo. Para Carlos, se convirtió en un estilo de vida. Cuando decidió dejar Japón, la misma dinámica lo llevó a nuevos destinos. «Buscaba empleo antes de irme a los sitios. Cuando quería cambiar de trabajo, lo encontraba y me iba al siguiente país”, explica. No había un plan cerrado, sino una constante capacidad de adaptación a las oportunidades que se presentaban. La crisis económica en España también influyó en su decisión de seguir fuera: «Terminé la carrera en 2014, y la arquitectura en España estaba en un momento complicado. En el extranjero nunca me faltaron ofertas«.

    Pero no todos los capítulos de su aventura fueron tan sencillos. El choque cultural fue intenso, sobre todo en Japón. «No tenía ni idea de japonés. Vivía en una zona rural donde casi nadie hablaba inglés. Era analfabeto: no podía leer ni escribir. Iba al supermercado y no sabía distinguir la sal del azúcar», recuerda. Con el tiempo, aprendió a manejarse, aunque admite que el idioma sigue siendo un desafío. “Lo estudio más bien como un hobby. Tengo la capacidad de comunicarme, pero no sé hablar un japonés perfecto”, explica.

    En otros países, la barrera idiomática no fue tan grande. «En arquitectura trabajamos en ambientes muy internacionales. En Suiza hablábamos en inglés y japonés. En Australia y en Dubai, en inglés. Básicamente, con el inglés podía comunicarme en casi todas partes», admite.

    «Tardas al menos un año en aprender a comportarte públicamente»

    – Carlos Cordero

    Poco a poco, Carlos fue adaptándose a las distintas culturas. Cada destino fue una lección distinta. «Japón es un país que mucha gente idealiza, pero culturalmente es muy complicado. Tardas al menos un año en aprender a comportarte públicamente, en saber cuáles son las normas, qué es lo que puedes y lo que no puedes hacer», explica. Su experiencia fue distinta en otras paradas de su viaje. El país al que menos le costó adaptarse fue Reino Unido, y es que «Londres estaba lleno de españoles antes del Brexit», aclara. Destaca también la facilidad de integración para los extranjeros en Australia. De hecho, señala que “es un país que está hecho para inmigrantes”. 

    Otro aspecto que Carlos subraya de Australia es la cultura del trabajo: “Son gente muy relajada, pero bastante exacta a la hora de trabajar. Tienen un buen balance entre vida y trabajo, disfrutan del tiempo libre”. Este es, a su vez, un elemento al que también le costó más adaptarse en Japón: “Hay una cultura de dedicarle muchísimas horas al trabajo; también de calentar silla, tienes que estar en la oficina y quedarte horas aunque no lo necesites”.

    A medida que se iba adaptando a la forma de vida de los distintos países, Carlos iba formando una comunidad de personas que lo acompañaron en cada lugar. «No me juntaba solo con españoles. Hacía amigos sobre todo en el trabajo o con los compañeros de piso», explica. Sus conexiones se expandieron por el mundo: en Australia vivió con una excompañera de trabajo de Japón; en Dubai, por un anuncio de Españoles en la ciudad, encontró a sus compañeros de piso, que con el tiempo se volvieron amigos; en Reino Unido y Países Bajos ya conocía a varios españoles expatriados. “A medida que vas expandiendo tus grupos, empiezas a conocer a gente en todas las ciudades”, afirma.

    «Estaba cansado de estar en pisos de alquiler, de estar lejos de mis amigos y mi familia»

    – Carlos Cordero

    Pero el camino del héroe tiene un billete de vuelta. «Quería establecerme. Estaba un poco cansado de estar en pisos de alquiler, de estar lejos de mis amigos y mi familia», recuerda. También pesó la pérdida de seres queridos: «Mis abuelos ya están más mayores. Mi abuelo falleció hace un par de años y tuve la suerte de estar aquí. Ese era un miedo que tenía, que eso pasara cuando yo estaba lejos”, confiesa Carlos. Hoy, su vida ha cambiado. Tiene su propio piso, sus gatos, su biblioteca y sus amigos. Una estabilidad de la que antes no disfrutaba.

    Aunque no descarta volver a hacer las maletas, por ahora Carlos disfruta de su regreso. Con la distancia, ha aprendido a valorar detalles que antes pasaban desapercibidos, especialmente la cercanía de la gente. “Y más siendo andaluz. Aquí la gente es mucho más sociable”, añade. La gastronomía es otro de los tesoros que redescubrió al volver. Aunque en Japón disfrutó de una excelente comida, en otros países la experiencia no fue tan satisfactoria. “El peor fue Holanda. No es solo que la comida fuera mala, sino que ni siquiera había cultura de disfrutarla”, comenta.

    Sin embargo, no todo es ideal en su país natal. Carlos también reconoce las carencias del mercado laboral español. “Siempre me ha parecido que España está un poco por detrás en lo que es la calidad de trabajo y el respeto de los derechos laborales”, reflexiona.

    «No hay un momento ideal para emigrar. Cualquiera es bueno para empezar»

    – Carlos Cordero

    A pesar de los altibajos, Carlos lo tiene claro: si pudiera retroceder en el tiempo, volvería a tomar la misma decisión. «Me ha cambiado la vida, me ha hecho crecer como persona», asegura. Y su consejo para quienes dudan en dar el salto es claro: «España siempre estará aquí. Siempre se puede volver. Pero irse te transforma, te cambia el currículum, te cambia la vida, te hace crecer como persona. No hay un momento ideal para emigrar. Cualquiera es bueno para empezar».

    Aunque Carlos está convencido de que cada país tiene su encanto, también sabe que la elección del destino es, en última instancia, una cuestión personal. “A mí, que me gustan la estética y la gastronomía, me vino muy bien Japón. Australia, con su buen tiempo y la fiesta, también estuvo muy bien”, reflexiona.

    Sin embargo, advierte de que no siempre se acierta. “Suiza tiene unos paisajes muy bonitos y se cobra mucho dinero, pero a mí, que no me importaban tanto esas cosas, fue de los que menos me gustó”, confiesa. Al final, dice, todo se reduce a probar: “Si te gusta, te quedas. Si no, siempre puedes probar en otro lugar”.

    Utiliza el mapa interactivo para recorrer el camino del héroe de Carlos ✈️🌍


    Estados Unidos y Francia. Dos países que no solo marcaron sus destinos, sino que les ofrecieron un escenario para moldear su propia odisea. En esos dos rincones del mundo transcurrió una parte crucial de la vida de Inés Dorronsoro y Ramón Díaz. Hoy, con 83 y 89 años respectivamente, desde la comodidad de su hogar en Pamplona, rememoran su historia de emigración. Un viaje de aprendizajes y desafíos, un camino del héroe que recorrieron, siempre juntos, mientras criaban a sus diez hijos.

    Inés es de Cáseda, un municipio de Navarra. Ramón, por su parte, es originario de San Martín de Trevejo, un pequeño pueblo extremeño. Sin embargo, ambos coincidieron estudiando Medicina en la Universidad de Navarra. Aunque Ramón había comenzado la carrera en Madrid, cuando estaba en cuarto decidió dar un cambio radical. “Oí a unos estudiantes de mi curso decir que en Pamplona había un hospital fabuloso y una facultad muy buena. Y me vine”. Pasó a formar parte de la primera promoción de Medicina de la universidad, compuesta por tan solo 18 estudiantes: 17 hombres y una mujer. 

    Entre aquellos rostros nuevos, uno en particular le llamó la atención: el de Inés, una alumna de la quinta promoción. «Él dice que me vio bajar por una escalera y desde entonces pensaba en ‘la chica de la escalera’. Cuando yo estaba en segundo de carrera, empezó a llamarme. Yo ni siquiera sabía quién era», rememora Inés con una sonrisa. «Le pregunté si era nuevo y me dijo: ‘No, soy de séptimo’. Me dejó impactada». Aquel primer encuentro dio comienzo a un destino compartido. Desde entonces, siempre fueron mano a mano.

    Cuando Ramón terminó su tesis doctoral, recibió una beca para trasladarse a Estados Unidos. Inés, por su parte, acabó la carrera la víspera de su boda. Se casaron y, en 1965, emprendieron el primer capítulo de su aventura. No lo dudaron ni un instante. «Aquí no teníamos futuro», afirma ella con convicción.

    Viajaron en el SS France, el transatlántico más veloz de la época, que en solo tres días cruzaba el Atlántico desde la ciudad francesa Le Havre hasta Nueva York. A bordo, tomaron una decisión que reflejaba su espíritu ambicioso: en vez de comer solos, eligieron compartir mesa con una familia estadounidense para integrarse desde el primer momento. Aquella amistad de travesía no se desvaneció con la llegada al puerto; por el contrario, se vieron alguna vez, tiempo después, en Wisconsin, su destino final.

    La ciudad de Madison los recibió con los brazos abiertos. Ramón trabajaba en investigación con un visado J1 gracias a su beca, mientras que Inés, con una visa J2 que le impedía ejercer, buscó la manera de abrirse camino. Lo consiguió en el Laboratorio de Salud Pública, donde trabajó sin salario el primer año. “Fui pasando por todas las secciones; no me pagaban, pero aprendí muchísimo. Volvía a casa y le contaba todo lo que había aprendido a Ramón, era una gozada», recuerda. Pero cuando se quedó embarazada de su primera hija, supo que necesitaría un sueldo. «Pregunté si podían pagarme algo, y enseguida me ofrecieron un puesto de ‘asistente de proyecto’. Me cambiaron la visa J2 a J1″, cuenta Inés.

    Estados Unidos les abrió las puertas de par en par. Desde el primer momento, Inés y Ramón sintieron la calidez de un país que los acogió completamente. El jefe de Ramón no solo les facilitó la búsqueda de empleo, sino que también los puso en contacto con un científico que estaba a punto de regresar a España. “Nos ayudaron a buscar casa, nos vendieron su coche…”, recuerda Inés. Con los aspectos prácticos resueltos, la adaptación fue más sencilla.

    “La vida era muy normal, podías ir por la calle tranquilamente sin problema”, señala Ramón. Nunca se sintieron ajenos. La hospitalidad estadounidense era tangible en cada gesto. “Recuerdo que un día apareció en casa una mujer de International Wives, un grupo de esposas de gente que llegaba del extranjero. Nos acogieron y nos enseñaron, nos llevaron de excursión muchas veces y nos invitaron a su casa”, relata Inés.

    «Estados Unidos es el país del extranjero. Te acogen, es una maravilla»

    – Inés Dorronsoro

    Pasaron tres años en el continente americano, un tiempo que evocan con nostalgia. “Estados Unidos es el país del extranjero. Te acogen, es una maravilla», afirma Inés. «Bueno, estamos hablando del año 65», reflexiona Ramón. «Es verdad, a lo mejor ahora las cosas han cambiado”, asiente ella. “Si eras joven y trabajador, tenías las puertas abiertas. Nadie te preguntaba de dónde venías ni quién eras”, añade Ramón.

    Estados Unidos les ofreció oportunidades, pero también les enfrentó al reto del idioma. «Era el país de las facilidades. La universidad daba clases de inglés. Iba todos los días», cuenta Inés. Ramón, con menos tiempo debido a su trabajo, aprendió sobre la marcha: «Aprendí sobre todo el idioma microbiológico. Si empezabas a hablarme de música, solo entendía una parte, pero otra parte se me escapaba porque no conocía los términos», bromea. A pesar de las barreras lingüísticas, el ambiente internacional los acogió con entusiasmo. “Los americanos son muy tolerantes porque se acostumbran a muchos acentos, por eso tampoco daba complejo hablar”, explica Inés.

    Las diferencias con España eran notorias. Desde la burocracia simplificada hasta la facilidad para obtener un crédito o sacarse el carné de conducir, todo parecía diseñado para hacer la vida más sencilla. Sin embargo, la distancia con su familia pesaba. Las cartas tardaban una semana en cruzar el océano, y las llamadas telefónicas eran un lujo reservado para ocasiones especiales. «Solo llamé por teléfono a España cuando nació mi hija mayor», admite Inés.

    Así, después de tres años en Estados Unidos, la beca de Ramón llegó a su fin. En 1968, abordaron de nuevo el France, esta vez con rumbo a su tierra natal. Regresaron a Pamplona con nuevas experiencias, dos hijos con pasaporte americano y otro en camino. Ramón retomó su empleo como investigador, e Inés trabajó con él. Parecía que la estabilidad había llegado, pero el destino aún les tenía preparada otra aventura.

    «En Francia, a partir de las siete de la tarde, ya no había nadie en la calle»

    – Ramón Díaz

    Un médico francés al que habían conocido en Estados Unidos, jefe de un laboratorio en la ciudad francesa de Tours, ofreció a Ramón un puesto de trabajo. Él aceptó, pero su esposa y sus hijos se quedaron en Pamplona. Su integración en Francia fue complicada. “A partir de las siete de la tarde ya no había nadie en la calle, no había vida social”, recuerda Ramón. “Estados Unidos era el país del extranjero, pero en Francia eras ‘el español’. En el laboratorio era uno más, pero fuera de ahí no tenía con quien hablar”, añade.

    Por eso, Ramón volvía todos los fines de semana a Pamplona. “En un coche tenía que atravesar Angulema, Poitiers, Burdeos… Todo sin autopistas, por el medio de la ciudad. Salía a las cuatro de la tarde del laboratorio y llegaba aquí a las tres de la mañana”, recuerda Inés. Hasta que, finalmente, toda la familia se trasladó a Tours. Allí, encontraron un hogar fácilmente: el gobierno ofrecía viviendas para familias numerosas y, con cuatro hijos, fueron beneficiarios de una casa recién estrenada.

    Pero la adaptación fue dura. «Mis hijos no sabían francés y no los admitían en el colegio», cuenta Inés. Ella, que dominaba el idioma, encontró trabajo gracias a una carta de recomendación de su antiguo laboratorio en Estados Unidos. Se convirtió en ‘agregada de facultad’, impartiendo clases y realizando investigación. Además, durante esos años, el matrimonio tuvo otra hija, e Inés aprovechó la baja maternal para escribir su tesis doctoral.

    Sin embargo, Francia no era su hogar. «Para nuestros hijos lo mejor es España, que aquí van a ser siempre ‘los españoles’», pensaban. Después de tres años, decidieron regresar. Se establecieron en Pamplona de forma definitiva: Ramón como profesor en la Universidad de Navarra e Inés, tras un tiempo en el laboratorio de su marido, obtuvo la jefatura del servicio de microbiología en la Clínica Universidad de Navarra.

    Aunque su gran aventura migratoria había terminado, aún les esperaba un último desafío tras su jubilación: un proyecto en el Congo, donde ayudaron a montar un laboratorio. «Lo de África es muy impactante», dice Inés. «Ahora bien, todos los niños están siempre sonriendo y contentos», añade Ramón. Años después, Inés regresó sola y se sorprendió por el avance del país. «Ya había edificios y carreteras”, relata.

    «Hemos aprendido mucho, y emigrar juntos ha sido una gran ayuda»

    – Inés Dorronsoro

    Ahora, desde la tranquilidad de su hogar, reflexionan sobre todo lo que les enseñó su travesía. «Hemos aprendido mucho. Emigrar juntos también ha sido una gran ayuda», dice Inés. «Doy gracias a Dios todos los días porque hemos sacado diez hijos adelante», añade Ramón. Él no duda en aconsejar la experiencia: «Recomiendo Estados Unidos». Aunque Inés reconoce la parte dura de ser emigrante: “Te quedas sin tu papá, sin tu mamá, sin tus amigos, estás en un país duro; pero Estados Unidos es muy acogedor. Tenían el prurito de que habláramos bien de América. Te querían asombrar”, añade entre risas.

    Sin embargo, el mayor legado de Inés y Ramón no está en los países que conocieron, sino en los diez hijos que criaron, héroes que hoy se reparten por el mundo: Estados Unidos, Italia, Bélgica, Alemania y España. Cada uno escribiendo su propia historia.

    Utiliza el mapa interactivo para recorrer el camino del héroe de Inés y Ramón (en rojo 🔴) y el de sus hijos (en azul 🔵)

  • EL ATLAS (I): Destinos estrella de los emigrantes españoles, de los orígenes hasta hoy

    EL ATLAS (I): Destinos estrella de los emigrantes españoles, de los orígenes hasta hoy

    Malena Cortizo y Paula Dalla Fontana

    La España actual tiñe de gris el panorama de sus jóvenes. La falta de oportunidades laborales y la precariedad de los salarios los obliga a mirar más allá de las fronteras. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en 2022, 140 580 españoles menores de 35 años emigraron. El 57 % tenía estudios universitarios o formación técnica superior. Estos jóvenes del éxodo son principalmente de Madrid y Cataluña.

    El fenómeno se conoce como fuga de talentos. Son jóvenes muy cualificados, muchos de ellos especializados, que emigran porque no ven un futuro profesional en España. El país pierde capital humano y, como consecuencia, millones de euros. Solo en 2022, se registró una pérdida de mas de 150 000 millones por el impacto de la emigración, según un informe del BBVA. Desde enfermeras hasta profesores, todos con un objetivo común: ejercer su profesión y ser bien remunerados.

    Estudiar, estudiar y estudiar. Salir al mundo real y enfrentarse a la realidad. A veces, hay que viajar para ello. Un estudio de Raquel Gómez Frias, doctora en migración y movilidad humana, concluye que los jóvenes españoles se fugan en búsqueda de mejores oportunidades profesionales y desarrollo personal. Es decir, además de perseguir mejores empleos, los jóvenes emigrados quieren un cambio en sus vidas. Efectivamente, en España, ni un título universitario, ni un doctorado, ni una especialización garantizan encontrar empleo. Datos recientes del INE (2024)  la tasa de paro en jóvenes menores de 25 años en España alcanzó el 24,90 %

    Aunque los principales españoles en emigrar sean jóvenes, no es un fenómeno nuevo; lo hacen desde el siglo XIX. 

    • Este período de cincuenta años fue el primer acercamiento sustancioso de España a su tradición migratoria. Aunque no se conoce el número exacto, se calcula que entre dos y cuatro millones de españoles emigraron a las antiguas colonias americanas. También se dirigieron a Estados Unidos, Filipinas y África

      Durante las primeras décadas poscoloniales, los estados emergentes americanos no cortaron las relaciones con la antigua metrópoli. Incluso abrieron sus puertas a los emigrantes españoles, ya que necesitaban mano de obra para su desarrollo material. Argentina y Cuba se destacaron entre los países receptores. De hecho, hoy en día, Argentina es el país extranjero con más población española. 

      A partir de 1930, la Gran Depresión motivó la disminución de este gran caudal migratorio. Los estados americanos, además, comenzaron a restringir la entrada de nuevos emigrantes. 

    • Después de la Segunda Guerra Mundial, España era un país rural, excluido del Plan Marshall, y subdesarrollado económicamente. El dictador Francisco Franco intentó revertir la situación con un conjunto de medidas que liberaron la economía e impulsaron la industria del país: el Plan de Estabilización de 1959. La agricultura colapsó y los obreros españoles no tuvieron más remedio que irse a trabajar a las fábricas de las grandes ciudades. Pero ahí, no cabía España entera. 

      Incluso a principios de los años 50, antes de las nuevas normas que impulsaron la emigración masiva, ya emigraban trabajadores. Procedían del sector de la construcción o de los servicios. A menudo eran analfabetos y tenían escasos medios

      La emigración asistida comenzó en 1956, con la creación del Instituto Español de Emigración (IEE), que pretendía organizar los movimientos migratorios con destino a América Latina y, sobre todo, a Europa Occidental. El régimen de Franco desempeñó un papel importante en el manejo de flujos migratorios mediante la firma de acuerdos bilaterales con las grandes potencias europeas como Bélgica, Alemania, Suiza, Francia y Países Bajos. Estas enviaban contratos y España respondía con mano de obra a través del IEE.

      La crisis del petróleo de 1973 obligó a muchos países desarrollados a dejar de contratar trabajadores extranjeros. La emigración asistida organizada por el régimen terminó oficialmente cinco años después, tras la muerte de Franco y la transición democrática

      No se sabe cuántos españoles abandonaron sus hogares en busca de una vida mejor.  En muchos casos, los países de acogida registraron más llegadas que el IEE, lo que confirma que no todos acudieron por la vía legal. A veces viajaban a países como Inglaterra, que no tenían convenio con el régimen. Sin embargo, se cuentan en millones. Se estima que entre 1960 y 1973, dos millones de obreros pusieron rumbo al extranjero

    Pero, ¿a qué países se van los jóvenes? Según EuroStat (2024), Francia, Irlanda, Italia y Portugal son puntos de llegada populares entre jóvenes de 20 a 29 años. Sin embargo, hay tres países que se erigen como destinos estrella para españoles en esta franja de edad:

    Alemania, Países Bajos y Bélgica.

    ¡Descubre nuestro mapa interactivo!

    Bélgica

    A pesar de haber sido un pueblo nómada la mayor parte de su historia, Bélgica comenzó a recibir inmigrantes después de la Primera Guerra Mundial. Los primeros fueron los comerciantes catalanes y refugiados políticos al principio del siglo XX, seguidos por los exiliados republicanos en la década de los treinta y el arribo de españoles al sector de las minas a partir de 1945. La última etapa se vio motivada por el gran desarrollo industrial del país belga, siendo el segundo más adelantado después de Gran Bretaña. 

    Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial empujó a Bélgica hacia una crisis de mano de obra y la posicionó en el frente de la batalla del carbón. Para mantener sus niveles de producción, el Gobierno belga comenzó a firmar acuerdos de trabajo con otros países europeos para trabajar en las minas. Entre ellos, estaban Italia, Grecia y España. El 28 de noviembre de 1956, se firmó en Bruselas el primero de los famosos acuerdos organizados por el régimen franquista para el traslado de trabajadores españoles a Bélgica. Según el Ministerio de Empleo, en 1961 residían en Bélgica 15 787 españoles. 

    De acuerdo a un estudio sobre los nuevos emigrantes españoles en Bruselas (2023), estos son hijos de la crisis de 2008: adultos jóvenes, la mayoría de ellos mujeres, con un nivel educativo alto. En pocas palabras: fuga de talentos. Muchos de los entrevistados manifestaron irse de España para desarrollarse profesionalmente y consolidar sus proyectos laborales. Sin embargo, se distinguen dos perfiles principales.

    Alemania

    Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania Occidental experimentó un rápido crecimiento económico. Por ello, Franco firmó uno de los acuerdos bilaterales, publicado en el BOE del 5 de mayo de 1960, para el envío de obreros. Se les conocía comúnmente como «Gastarbeiter», literalmente trabajadores invitados. Aunque llegaron a ser 600 000 antes de la crisis de 1973, el 70 % de los emigrantes de entonces acabaron regresando a España, dejando atrás a poco más de 100 000 compatriotas. Sin embargo, el país está experimentando una nueva oleada de trabajadores ibéricos procedentes de un sector diferente. 

    Al igual que Bélgica, Alemania acoge a trabajadores cualificados que se marcharon con la crisis de 2008. Los jóvenes de 20 a 35 años son los que más han emigrado al país en los últimos 15 años. Se suman a los hijos y nietos de los que se quedaron en los 70 en los datos alemanes, que los contabilizan a todos como españoles. A finales de 2023, casi 200 000 vivían en Alemania. Ese mismo año, nacieron en el país algo menos de 30 000 bebés españoles, lo que representa el 14,6 % de la comunidad

    Según datos del Ministerio de Trabajo y Economía Social, la mayoría de los ciudadanos españoles empadronados en Alemania vivían en Berlín (17 330), seguida de Múnich (10 180), Fráncfort del Meno (8 245) y Dortmund (6 205) en 2022. 

    Independientemente de que hayan nacido en el país, se hayan establecido hace tiempo o recientemente, el número de españoles residentes en Alemania no ha dejado de aumentar desde 2010.

    Países Bajos

    El último acuerdo bilateral que firmó Francisco Franco fue en 1961 con los Países Bajos. El IEE contó 11 407 trabajadores enviados en 1965. La cifra creció todavía más tras la crisis, ascendiendo a casi 35 000 emigrantes en 2024

    La historia no es diferente de los demás países de Europa occidental que acogen a trabajadores españoles desde hace décadas. No obstante, un estudio del Gobierno de España pinta un retrato muy preciso del emigrante que pone rumbo a Holanda.

    Tal vez un día, las oficinas y los hospitales de estas tres grandes potencias estén llenos a rebosar, hasta el punto de que ya no puedan acoger a nadie. ¿Qué será de nuestros emigrantes? Algunos ya se dirigen a otros países europeos. Otros ponen rumbo a destinos más lejanos.

    Para la elaboración de este reportaje, hemos utilizado 14 fuentes:

    Albert Pérez, C., & Soler Guillén, Á. (2022). El valor económico del capital humano en España y sus regiones (L. Serrano Martínez, Dir.). Fundación BBVA.

    Bonmatí, M. P. (2022). Los médicos huyen de España: se han ido 11.000 en 5 años por el triple de sueldo y mejores horarios. El Español.

    Central Sindical Independiente y de Funcionarios. (2024). Fuga de talento imparable en el ICO: 68 empleados/as de los 364 se han marchado en los dos últimos años.

    Cinco Días. (2022). La fuga de talentos ha dejado escapar 100 000 trabajadores tecnológicos desde 2008.

    Consejería de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social. (2022). Datos estadísticos de la ciudadanía española en Alemania.

    Cuberos-Gallardo, F., Escrivá, A., & Bermúdez, A. (2023). Nuevos migrantes españoles en la capital de Europa: estrategias de movilidad, inserción laboral y participación política.

    Gómez-Frias, R. (2017). Razones para emigrar de los jóvenes españoles. Universidad de Valencia.

    Gobierno de España. (s.f.). Los nuevos migrantes españoles en Países Bajos.

    Instituto Nacional de Estadística (INE). (2023). Emigraciones con destino al extranjero por año, sexo y edad.

    Instituto Nacional de Estadística (INE). (2024). Tasas de paro por sexo y grupo de edad.

    Meneses, N. (2022). La difícil tarea de recuperar el talento investigador que un día hizo las maletas. El País.

    Ministerio de Cultura del Gobierno de España. (s.f.). Movimientos migratorios.

    Múñoz, T. (s.f.). Guía joven para españoles en Bélgica. Proyecto IntegraBel.

    RRHH Digital. (2013). Uno de cada diez ingenieros españoles trabaja en el extranjero.